miércoles, 23 de agosto de 2023

EN LA TABERNA DEL ALTOZANO

 

 A Demetrio Macías lo fusilaron a oscuras cuando todavía los labios le sabían a besos tiernos. Le dispararon  a tientas, pero no solo porque al taxi que alumbraba a los pelotones le sabotearan los faros, sino   porque aquella noche de agosto se hizo tan negra, tanto,  que se tuvieron que guiar por el porraceo de su corazón para poder apuntarle al pecho.
Y así, en las puertas del cementerio, sin verlo y sin imaginar que aquellos latidos de cacerola clamaban por los besos de una tabernera pecosa, a Demetrio Macías le aventaron dos tiros ciegos en la noche de San Lorenzo más oscura que se recuerda.

Cuando los soldados de reemplazo que formaban aquel pelotón de urgencias escucharon el talegazo del cuerpo,  vomitaron  remordimientos tan amargos que se volvieron  al pueblo saltándose  la norma del tiro de gracia. Para entonces, el estruendo de los disparos ya había subido por la calle Santísimo, se había mezclado con ladridos de perros y   se había metido como un campanazo de catedral en la taberna del Altozano. El eco de los tiros se encontró a Custodia Moreno sentada en la cama, a esas horas ya no tenía color en la sangre porque, por esa cosa suya de barruntar las desgracias, estaba esperando una catástrofe desde que a media tarde se le empezaron a engurruñar las pecas y a pegar las cucharillas del café en el dorso de las manos.

Esa noche, Custodia Moreno cerró la cantina cuando escuchó la trompeta del toque de queda.  Se quedó esperando a que Demetrio llegara a escondidas por la puerta falsa, pero no vino. Cuando se le inflamó la soledad, se le hincharon los miedos y se subió al cuarto arrastrando un sudor mantecoso que la hacía resbalarse dentro de los zapatos. Y aunque sospechó que el sabor a óxido que tenía clavado en la boca era la señal de una calamidad inmediata,   no supo  lo que estaba pasando hasta que después de  medianoche, por las rendijas de la persiana, vio pasar a Demetrio cojeando descalzo delante del pelotón de fusilamiento,  llorando lagrimones redondos y  con la camisa blanca de su padre.


 
Ese día, Demetrio Macías había ido por la mañana a la taberna a dejar dos damajuanas del vino dulce que hacía en la huerta. Él le contó que tenía los pies ampollados de la sequedad de las botas, pero   ella  no quiso decirle que el aire olía a tormenta de adoquines. Se mordió la lengua y mientras le ponía una camisa de su difunto padre, le dio dos besos mañaneros y   le pidió que se diera mucha prisa en aprender a leer porque en   el bolsillo  había  una carta  en donde estaba  escrito su futuro.

Desde los tiempos en los que se le empezó a disolver la niñez, Custodia aprendió a pronosticar desgracias midiendo el mundo como lo hacen las culebras; por el peso del aire. Cuando en el ambiente flotaban piezas de rompecabezas extraños,  se le daban la vuelta los sabores,  se le agriaba el paladar y se sentaba a esperar la llegada de una granizada de martillazos.  La primera vez que sintió la necesidad de curarse con alhucema cruda un escozor áspero que le supuraba en el centro de la boca, la taberna se llenó de murciélagos chicos,  y  cuando los chillidos estaban haciendo estallar los vasos finos del aguardiente,  sus padres aparecieron    asfixiados en el tonel del contrabando del café, desnudos por el empuje de un arrebato de pasión y azul nazareno por culpa del tufo del vino.

Desde ese momento, Custodia Moreno se quedó sola, y en medio del baboseo empalagoso de los borrachos,  se saltó la juventud empujada por los apremios de la necesidad. Creció rodeada de hombres a los que las palabras les olían a esquinas manoseadas, y detrás del mostrador, como si fuera un burladero,  se hizo mujer  la tarde en la que  sus rincones más íntimos se le llenaron  de caricias sin dueño. Fue por entonces cuando   Demetrio Macías empezó a llevarle las damajuanas del vino de rebusco que hacía en la huerta, y en el mediodía del domingo de Pentecostés, a ella se le inflaron tanto los besos que cuando ya no le cupieron en los rincones del  disimulo, le escribió   en una “Sota de Copas” que  era el único que hacía que la taberna oliera a toronjil y a yerbabuena.

  Pero como Demetrio no sabía leer, a Custodia se le fueron apilando los pulsos calientes en las curvas de las venas hasta que se le resbaló la prudencia, y en la mañana de San Juan,  le dio un ataque de desparpajo y se presentó en la huerta para explicarle   al Demetrio que ella había sacado su número en la tómbola de la vida.  Y allí,  en la bodeguina, entre tinajas de barro, sudando la fiebre de los besos atravesados, Custodia se desabrochó la mesura y le dijo que se diera prisa en quererla porque, en la vigilia del Corpus, había soñado   que se lo llevaba   un mal remolino de agosto. Y sin entender bien el lenguaje oscuro de los augurios, Demetrio Macías le respondió que, desde ese momento y para que ningún mal aire lo arrancara de su lado, llevaría siempre  los bolsillos  atestados  de  tierra seca.

Durante las semanas siguientes se encontraron en la bodega de la huerta con la misma fuerza que se chocan los imanes.  Allí, infectados con el  barrenillo del almendro, aprendieron a darse besos que perforaban la carne y los huesos hasta que  se acababan pinchando en la memoria. Pero un medio día de agosto, cuando ella le estaba contando  al Demetrio que lo había apuntado a un curso de primeras letras en la Casa del Pueblo para que aprendiera a ponerle  nombres  a todas las viñas que iban a tener, se le amargó el paladar, tuvo un barrunto que la hizo estremecerse  y estuvo dando arcadas de aire avinagrado hasta que   se oyeron   los primeros   cañonazos y los primeros  bombazos  en la sierra de San Cristóbal.

En esos primeros días de guerra, las disputas dejaron de disolverse en vino dulce, el olor de la pólvora despertó los rencores adormilados y los credos echaron raíces  de  tarama en medio de la taberna. Y como en las tormentas de interior   todos los relámpagos caen en casa, denunciado por cualquier aspirante a pastorearle las pecas a la Custodia,  se llevaron a Demetrio  solamente porque su nombre aparecía en una lista para un curso de primeras letras en los anuncios de la Casa del Pueblo. Y así, en la noche de San Lorenzo, en las puertas del cementerio, a oscuras, con los bolsillos llenos de tierra y   con el miedo que le cabía en los pocos rincones que le dejó libre el amor, Demetrio solo atinó a decir que no sabía  que no se podía querer tanto sin el permiso de las autoridades.

Después de ver pasar a Demetrio descalzo y con la camisa blanca de su padre, Custodia Moreno se sentó en la oscuridad del zaguán, y vestida de negro cucaracha se pasó toda la noche esperando a que las señales de la naturaleza le pudrieran  el paladar.  Esperaba  que  los conejos amanecieran reventados de morriña,  que los perros entraran despellejados  de sarna y  que  las primeras luces le empapelaran la boca de pústulas amargas. Sin embargo, el mundo siguió su curso  y  escuchó los trompetazos  del levantamiento del toque de queda vencida por el tétano del miedo, pero sin haber  podido soltar   ni  una sola   lágrima.

  Se fue al cementerio arrastrando los pies para que los cardos borriqueros no le saltaran a los ojos, los necesitaba para ver qué forma tenía el futuro que le habían arrancado. Cuando llegó, solo pudo reconocer la camisa de su padre en un laberinto de cuerpos con las caras embarradas de sangre.  Aunque en ese instante Custodia Moreno se tenía que haber disuelto en la cáustica de sus propios augurios,  no soltó ni una lágrima. No lloró, pero no porque la camisa que llevaba Demetrio no tuviera agujeros de bala, sino porque el que la llevaba tenía los bolsillos vacíos y unos zapatos tan finos que no conocían el significado de la palabra rebusco.  Y por eso, con los ojos resecos,  delante de la fosa común y sin saber por qué,   dijo que si no le salían las lágrimas era porque había gastado tanto en quererlo que no le quedaban fuerzas ni para llorarlo.

 Custodia Moreno regresó a la taberna tiritando de incertidumbre, y esperando a que se le asentara la sangre, se encerró a rezar en el tonel del contrabando del café, y allí estuvo besando la medalla de la Virgen hasta que los labios le supieron tanto a hojalata que perdió la noción del tiempo. Salió del tonel el día de San Miguel, pero no porque   los rezos repetidos mil veces perdieran su significado, sino porque la barriga se le puso tan picuda que se dio cuenta de que la criatura que le  flotaba en el  vientre iba a  ser  una niña.

A partir de ese momento,  para que no se le notara que el mundo no le cabía dentro y para que los borrachos no olieran sus arcadas de esperanza, empezó a asar sardinas   y a cocer coliflores hasta que meses después, en la noche de San José,  los calambrazos en los riñones le anunciaron  la cercanía de la maternidad. La noche que la taberna se volvió a llenar de murciélagos chicos, por las rendijas de la persiana, Custodia vio en  la escarcha  del suelo del Altozano una pintada  hecha  a refregones de botas, ponía en letras  grandes: “Ya sé leer”.  Y atacada por los espasmos del parto, abrió la puerta falsa de la taberna y  lo vio, allí estaba,  con los bolsillos llenos de tierra, con los ojos hinchados de llorar en silencio, pero más vivo que todos los hombres fusilados del mundo. Y cuando el pobre Demetrio estaba explicándole   a tiritones que las balas no le dieron, que fallaron en medio de la oscuridad de aquella noche negra, que para disimular se cambió de camisa y que  solo se murió de miedo cuando supo por la carta  que iba a ser padre,  ella rompió aguas para regar sus soledades con una niña a la que, en ese instante, bautizaron como Eva.


  Y con las maletas hechas y condenados a que su memoria se disipara para siempre en las escombreras de la historia, Custodia y Demetrio escribieron mil veces la palabra “Eva” en los barriles del vino dulce para que se supiera que a ella también la habían arrancado de su paraíso. Se fueron en silencio para   dejarse carcomer por el olvido, y así hubiera sido   de no ser porque muchos años después, los nietos de la niña Eva vinieron a por su pasado. Fueron al Altozano,  y como no encontraron ni taberna, ni señales,  ni huella alguna de aquellas vidas desmochadas, creyeron que el mundo que traían aprendido se había borrado para siempre. Por eso les conté esta historia, para que supieran que cuando se reabrió la taberna y vimos los barriles,  no solo se nos mezcló el nombre de “Eva” con el sabor de lo dulce, sino que, desde entonces,  a todos los vinos que huelen a besos de huerta, los apellidamos “Eva” para que su abuela y todos los que se fueron, sientan que nosotros no sabemos olvidarnos de lo que perdimos para siempre.

EN LA TABERNA DEL ALTOZANO